A los que matan hay que matarlos. A los que roban, también. Y si son pibes, mejor, porque cuando crezcan serán más peligrosos todavía. A los que violan hay que castrarlos. A los corruptos, a los políticos chorros, hay que mandarlos al paredón. Eso es lo que hace falta en este país. Esto es una anarquía. Nadie pone orden. Nos están matando a todos. Ya no se puede salir sin arriesgar la vida. No se puede transitar por la calle. Ni siquiera se puede viajar en subte. Hay que reprimir. Como hacen los países serios. Como hacen en Francia, en Italia, en Estados Unidos.
Cualquiera puede decir cualquier cosa. Ese concepto responde cabalmente a la idea de democracia. Todos los discursos tienen cabida en el Estado de Derecho, salvo aquellos que propicien la discriminación o hagan apología del delito. Desde Susana Giménez a Raúl Castells, desde Hebe de Bonafini a Cecilia Pando. Todos pueden hablar. Eso no implica que las frases que se sueltan sean sensatas o inteligentes. Tampoco tienen que aportar algo por más que la tele las reproduzca hasta el cansancio.
Está claro que Marcelo, Mirtha y Susana tienen derecho a opinar (la ausencia de apellidos revela la inmensa popularidad que alcanzaron los tres). De alguna forma se hacen eco de un malestar real que atraviesa a amplios sectores de la población. Descalificarlos y no rebatir sus argumentos conlleva un gesto autoritario. Convertir la discusión por mayor eficacia en la lucha contra el delito en un juego de chicanas anula el debate y define a los protagonistas.
Los famosos que hablan de inseguridad no son especialistas en el tema. No tienen por qué saber. Frecuentemente olvidan mencionar en sus reclamos: la injusticia social, los crecientes índices de pobreza, la legión de chicos que no estudian ni trabajan, el fácil acceso a la droga, la corrupción policial.
La locuacidad de los famosos contrasta con el silencio de los políticos. Los funcionarios del Gobierno se esconden debajo de las mesas de sus despachos. “Meterse con este tema es ir a pérdida”, confesó un funcionario. Algunos ministros ocultan su impericia denunciando “la sensación” de inseguridad y responsabilizando a los medios de comunicación. Los dirigentes de la oposición también se callan. Sólo asienten ante los discursos más tremendistas para obtener rédito electoral. Piensan que la responsabilidad de mejorar los índices de seguridad sólo es competencia del Gobierno. ¿Cuál es el plan del radicalismo? ¿Cuáles son las propuestas de los partidos progresistas? ¿Hasta cuándo van a pensar que se trata de un tema de la derecha? Mauricio Macri, por lo pronto, va de tropiezo en tropiezo. Hasta ahora, en lugar de sumar buenos policías se dedicó a conchabar espías.
Mientras tanto, todos hablan de Colombia. Es el destino de la Argentina según las visiones más apocalípticas. Ni siquiera tienen en cuenta que se trata de un país con décadas de guerra interna, bandas paramilitares, guerrilleros y bandas vinculadas con el narcotráfico.
Con todo, su experiencia merece ser atendida. Bogotá bajó sustancialmente su tasa de homicidios cada cien mil habitantes: de 80 a 18 entre 1994 y 2006. Otro ejemplo es Medellín, que redujo sus índices de homicidio de 186 a 34 cada cien mil. Los demás delitos cayeron en más del 50 por ciento en Bogotá y en más del 30 por ciento en Medellín durante el mismo período. No hubo una solución mágica, para eso están los libros de Gabriel García Márquez, la mejoría en los índices de seguridad está directamente relacionada con años de políticas públicas coherentes y constantes.
El “milagro” tiene explicación. En un informe realizado por BBC Mundo, Hugo Acero, ex secretario de Seguridad de Bogotá; Rubén Darío Ramírez, especialista en seguridad ciudadana, y Alfredo Rangel , director de la Fundación Seguridad y Democracia, coincidieron en que los buenos resultados son el producto de combinar más presupuesto, más policías en las calles, cámaras de vigilancia, vinculación de la ciudadanía con los programas de seguridad, mejores sistemas de información delincuencial y, fundamentalmente, más inversión social. “Donde la comunidad se organiza y coopera con las autoridades, el margen de maniobra de todos los grupos ilegales se restringe”, opina Rangel.
Los tres especialistas coinciden en que el liderazgo político de los alcaldes fue clave para frenar el delito. Hubo reformas policiales y gran participación ciudadana con pactos de convivencia y otras iniciativas. En Bogotá, los casi 50 mil taxistas de la ciudad tienen sus radios conectadas con una central de la policía y reportan casos sospechosos.
Es una pena que entre la pirotecnia mediática pocos hayan reparado en la voz silenciosa de Jorge Rivas. El dirigente socialista fue atacado de manera brutal hace dos años. Era entonces vicejefe de Gabinete nacional. Lo golpearon en la cabeza y, como producto de las lesiones, perdió la movilidad y se alimenta por medio de un botón gástrico. No puede hablar y se comunica a través de una computadora. En una reciente entrevista con la revista Noticias, Rivas aseguró “me siento víctima de la violencia que genera la desigualdad social”. La periodista Valeria García le preguntó cómo se hacía para sostener una postura “progre” cuando la inseguridad le había cambiado la vida de manera tan radical. Valiéndose de su computadora, Rivas respondió: “Primero aclaro, por las dudas, que lo que me ocurrió no es culpa de mi ideología. Por otro lado, sostengo mis convicciones más allá de mi suerte personal y tratando de pensar en el bien común”. Rivas no salió en la tele.
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