Antropófagos
El 15 por ciento de los muertos aquella noche funesta no había cumplido los 16 años. Agréguense cinco adolescentes de 16 años y 14 muchachos de 17: la proporción es espantosa: el 27 por ciento de los muertos por asfixia en Cromañón eran menores de edad.
Por Pepe Eliaschev*
Luisana Ledesma tenía 10 meses. Macarena Sol Cwierz, Alejandro Nicolás Flores y Ana Laura Oviedo tenían cuatro años. Gustavo Ariel Zerpa tenía seis; Sofía Segovia Ríos, siete; Iara Agustina Antón, ocho y Pablo Emmanuel Gómez, nueve. Diez años tenía Gastón Eduardo Amaya; 11 tenía Solange M. Bordón y 12 años era la edad de Lucas Gabriel Pérez y Laura G. Fernández. Trece cumpleaños habían celebrado Jorge M. Arnaldo, Lautaro E. Blanco, Ricardo Cordero y Hernán L. Rodríguez, y 14 años tenían Matías N. Calderón, Leonardo Chaparro y María Laura Bello. Quinceañeros eran María B. Santonocito, Jonathan D. Lasota, María Victoria Azaar, Lucía Propatto, Leonardo G. Cruz, Daiana Hebe Novoa, Guido Nicolás Del Centro, Gabriela A. Borrás, Adriana Inés La Via, Jonathan Iván Torres y Agustina Ruzyckys.
Estas treinta criaturas, incluyendo una beba de diez meses, perdieron sus vidas la noche del 30 de diciembre de 2004 en Buenos Aires. Quince niñas y quince varones, lúgubre simetría.
El 15 por ciento de los muertos aquella noche funesta no había cumplido los 16 años. Agréguense cinco adolescentes de 16 años y 14 muchachos de 17: la proporción es espantosa: el 27 por ciento de los muertos por asfixia en Cromañón eran menores de edad.
¿Por qué estaban ahí? ¿Por qué murieron? ¿Por qué se perdieron 52 vidas que empezaban a germinar? ¿Quién los llevó? ¿Para qué los llevaron? ¿Para qué fueron los que los llevaron, sobre todos a los niños? ¿A qué fueron? ¿Por qué se quedaron? ¿Quién los dejó entrar? ¿Quién autorizó a que permanecieran? ¿Quién cuidaba a la beba y a los más pequeños? ¿Qué miserable combinación de factores une la vida con el desprecio por esa misma vida?
El incendio que provocó la asfixia de 193 seres humanos es un magno crimen contra la infancia y la niñez, una nueva y cruel reiteración de una tragedia endógena argentina, una calamidad que no tiene nada que ver con enemigos externos, ni con “modelos” foráneos, creación autóctona del alma asesina de los argentinos.
Veintidós años antes de Cromañón, en el Atlántico Sur, la locura criminal de las Fuerzas Armadas de esa época determinó la muerte de centenares de conscriptos bajo bandera, junto a un puñado de valientes oficiales adultos que, empero, fueron la menor parte de los caídos.
La liquidación de los menores de edad en diversas circunstancias es un rasgo endémico de la patología argentina. En los años setenta, sádicos esbirros de la violencia oficial pensaban que a la hierba “mala” había que extirparla enseguida, para que no cunda. Pero en paralelo, o incluso antes que ellos, connotados cabecillas de una violencia supuestamente liberadora no trepidaban en poner fusiles y explosivos en manos de menores de edad o chicos muy jóvenes, enviados a la inmolación inexorable, con ligereza y desparpajo.
En la Argentina venimos matando criaturas o condenándolas a la muerte hace demasiados años. La truculenta “cultura” del rock, con su sudorosa devoción por la maldad y su ingenua genuflexión ante el riesgo y la violencia, es apenas un emergente más de una saga vieja y macabra.
Las sentencias judiciales por el caso Cromañón ratifican otra vieja pasión nacional: la irrefrenable tendencia a depositar todas las culpas y responsabilidades fuera de la sociedad, como si los seres humanos de carne y hueso fueran siempre congeladas estatuillas de cristal con las que los “poderes” operan de modo omnímodo.
Políticos, empresarios, funcionarios, policías, músicos: todos pueden ser culpabilizados y, de hecho, así se procede en la Argentina, pero en la sacrosanta convicción de que nunca nadie hace nada malo, jamás un individuo asume o debe asumir su propia responsabilidad. Las escenas del día del veredicto de la Cámara, en Tribunales, son en tal sentido paradigmáticas, con golpes, corridas, intentos de linchamiento, variadas formas de la proverbial barbarie en que vivimos.
¿Se hizo justicia? Desde una perspectiva estrictamente jurídica, afirmación que nada tiene de peyorativa, es casi seguro que los camaristas se han manejado con las herramientas de la ley en sus manos. Debe admitirse que muchos incidentes mayúsculos de la vida cotidiana son inasibles para los procedimientos articulados por la Justicia, palabra a la que seguimos escribiendo con mayúscula, tal vez por una ancestral ansiedad por ver en ella una monumental certeza de infalibilidad.
Pero en el caso Cromañón, adjudicar la pena a un grupo de responsables y exonerar de castigo a otros es apenas un resultado parcial de una más grande y siniestra verdad. ¿Acaso podría haber condenado la Cámara a los sujetos de esa banda (nunca mejor aplicada la palabra: en ciertas músicas, así como en el delito, a los agrupamientos los llaman así) porque no se negaron a tocar, aún cuando había en ese maldito corralón humano más de medio centenar de menores?
Es probable que la Justicia no tenga ma-nera objetiva de determinar culpas punibles por ese hecho, pero es igualmente cierto que la fase judicial del asunto no cierra, ni mucho menos, su gravedad monumental.
Cromañón fue posible no sólo por la negligencia de “los políticos”, la corrupción de los funcionarios o la voracidad de los empresarios. Hay una entera sociedad que ahora debería permitirse una introspección más digna y audaz, de cara sobre todo a la galaxia de irresponsabilidades, ilegalidades, omisiones e hipocresías con que en la Argentina la abrumadora mayoría vive al margen de la ley.
La más amarga moraleja de la tragedia, el juicio y las sentencias por Cromañón es que, eventualmente apaciguada la sociedad porque hay un grupo de personas condenadas, la historia se irá diluyendo. Centenares de personas seguirán cobrando indemnizaciones e incluso muchas decenas se aprestan ahora para encarar demandas penales al Estado, para ir por nuevos “resarcimientos”
Nadie parece preguntarse por lo más terrible, lo más inefable, lo verdaderamente irreparable. ¿Por qué murieron esos niños, esas criaturas cuyas vidas ninguna prisión de un empresario, policía o funcionario logrará recrear?
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